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Comentario del Mensaje, 25 de marzo de 2005


 
¡Queridos hijos! Hoy los invito al amor. Hijitos, ámense con el amor de Dios. En cada momento, en la alegría y en la tristeza, que el amor prevalezca, y así el amor comenzará a reinar en vuestros corazones. Jesús resucitado estará con ustedes y ustedes serán sus testigos. Yo me regocijaré con ustedes y los protegeré con mi manto materno. En particular, hijitos, miraré con amor vuestra conversión cotidiana. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!

La Virgen, nuestra madre, con el corazón lleno de amor, comienza su mensaje con el llamado: “Queridos hijos, los invito al amor.” Eso es lo más necesario e importante que la Virgen desea decirnos hoy. En un mundo alienado, en un mundo en que las personas cada vez más se encierran en sí mismas, en el cual nadie tiene tiempo para el otro y a cada uno le bastan sus propias aflicciones, en un mundo que está marcado por el individualismo y el egoísmo, María nos invita al amor. Ello lo sabe bien, y cada uno de nosotros puede experimentar cómo la vida sin amor es vacía, causa de desesperación y sin sentido. Ser amado y ser capaz de amar, significa encontrar el sentido y la alegría de vivir. Para el que se siente amado, la vida tiene un sentido pleno. Y quien ama, realiza completamente su vida. La profunda experiencia del conocimiento de sabernos amados y de que amamos, está relacionado con todo lo que experimentamos y cómo lo experimentamos. El hombre de hoy a menudo se siente cansado no sólo corporalmente, sino también cansado de la vida. Ese cansancio está en profunda relación con la carencia de amor hacia los demás y la ausencia de seguridad que proviene del amor de otros hacia nosotros. El hombre está enfermo porque no ama y ni siquiera siente que Dios lo ama. Y aquel que ama y sabe que es amado, no se siente amenazado en su integridad. A las personas que se sienten amadas, el éxito no las hace ser presuntuosas, ni el fracaso las lleva a la autocompasión y la desesperación. El amor es el único hogar en que el hombre puede habitar. Sin un hogar, el hombre es extranjero en cualquier parte. Feliz es el hombre que ha encontrado su hogar. Hemos nacido para sentirnos seguros y dar seguridad. Hemos nacido para sentirnos amados y para amar. Al recordar que eres amado, desaparece el cansancio vital. El amor con que eres amado ha sido dado sin condiciones. No pide nada más de ti excepto de que permitas que te ame. Ese amor no espera que mejores para amarte, sino te ama para que puedas mejorar y crecer a la plenitud que tu corazón anhela. Con mayor frecuencia, la gente espera que tú seas como ellos quieren para poder amarte. Nuestra Madre Celestial no es así. Ella, que está llena de gracia, que se encuentra toda Ella en el amor de Dios, nos dice: “Queridos hijos, si supieran cuánto los amo, llorarían de alegría.”

Uno le puede dar al otro solamente lo que tiene. Así sucede también en el amor. Sólo el que siente y sabe que es amado por Dios, puede dar ese amor a los demás. A menudo experimentamos cómo caemos en el examen de expresar y dar nuestro amor a los demás. Aún estamos lejos del amor de unos hacia otros, y ese es un signo de que estamos lejos también del amor de Dios. Y a medida que estemos más cerca del amor de Dios, viviremos más fácilmente y podremos testimoniar a los demás. Este es el camino de la oración: el poder experimentar lo más hermoso y realizar lo más difícil.

Aquel que sabe que es amado, desea llegar a ser similar a quien lo ama y responder al amor. La Beata Madre Teresa solía decir: “Sé cuánto Dios me ama y eso me estimula a ir hacia los demás, a fin de que todos experimenten ese amor.”

También nosotros oramos para recibir la fuerza del amor y la conversión diaria, así como lo hacía el cardenal John Henri Newman: “Jesús mío, ayúdame a esparcir tu fragancia dondequiera que yo vaya, inunda mi alma con tu Espíritu y tu Vida; penetra en todo mi ser y toma posesión de tal manera, que mi vida no sea en adelante sino una irradiación de la tuya. Quédate en mi corazón con una unión tan íntima, que las almas que tengan contacto con la mía, puedan sentir en mí tu presencia y que, al mirarme, olviden que yo existo y no piensen sino en Ti. Quédate conmigo. Así podré convertirme en luz para los otros. Esa luz, oh Jesús, vendrá de Ti; ni uno solo de sus rayos será mío: yo te serviré apenas de instrumento para que Tú ilumines a las almas a través de mí.”

Fr. Ljubo Kurtovic
Medjugorje, 26.03.2005


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